(*) El presente artículo fue enviado originariamente al diario «Público», pero se negó a publicarlo.
Javier Sádaba. (*) |
Gara |
Hoy 17:35
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Las votaciones se han convertido en ritos que perpetúan el poder, dan
un cheque en blanco, no favorecen la participación en la vida común y,
al final, hacen que siga la noria dando vueltas sin que nada realmente
cambie. Pero de ahí no se sigue que me puedan quitar mi derecho a votar
Yo
no invitaría a votar a nadie; mejor sería quedarse en casa el día de la
votación y que el resto del tiempo nos dediquemos a cambiar
cotidianamente el barrio o la ciudad. Ocasiones no faltan. De ahí lo
deseable de un compromiso más propio de animales políticos y no una
pseudogestión política vacía y sometida, y llena de mala esgrima. Es
curioso, y son ejemplos cercanos, cómo se puede vivir de criticar,
destrozar o minimizar al contrario; naturalmente a bajo costo y sin
gran esfuerzo intelectual. Es el caso de los que agotan sus energías
metiéndose, como si del único problema se tratara, con el PP. Al grito
de que viene la derecha, todo vale. Habría que defender a la izquierda,
nos dicen, por muchos que fueran sus defectos. Por cierto, me imagino
que cuando hablan de izquierda lo harán de broma. Y más por cierto aún,
a los que se ponen la medalla izquierdista rara vez los encuentra uno
allí donde quema el ser de izquierdas de verdad y no de etiqueta. Serán
monárquicos por ser republicanos, defenderán la autodeterminación del
país más lejano, pero no se mojarán una uña por lo que pidan, es otro
ejemplo, en Euskadi. Gritarán a favor de la escuela pública, pero
mandarán a sus hijos a la privada. Estarán dispuestos a condenar, cosa
que me parece muy bien, a Aznar por habernos engañado con el truco de
las armas de destrucción masiva, pero no se fijarán en Solana o en
tantos más de la misma banda. Y ni una palabra, claro está, sobre la
barbarie de Afganistán. Los casos son tantos que da pereza seguir con
ellos. Los argumentos, además, los convierten en chantaje. Y es que no
se debería votar a X porque viene el lobo si antes no nos aseguramos de
que X es otra especie de lobo o que, a la larga, el lobo que venga será
más feroz. Y, encima, sus argumentos son falaces. Como nos enseñó un
renombrado filósofo, aunque el razonamiento es de sentido común, yo no
soy bueno porque el otro es malo. Se trata de una forma mezquina de ser
bueno. Al final, en este juego en el que cada uno sirve a su tribu, lo
que desaparece es el intento por embarcarse en la noria que deja todo
igual, mientras los partidos se reparten el poder. La visión
alternativa, crítica y autocrítica, que ponga patas arriba el engaño
que proviene de un mundo dominado por el rostro del dinero, se
desvanece. Un último pseudoargumento suele ser que siempre hay
diferencias entre los grupos políticos o que la equidistancia es un
error, si no un pecado. A lo primero habría que responder,
independientemente de que todos los partidos se encuadren en textos
legales, llenos de agujeros y que no son la mano de Dios, que los que
así opinan deben tener un microscopio excelente para detectar tantas
diferencias cuando todos beben del mismo sistema. Las diferencias son
mínimas y en modo alguno suficientes como para trazar una línea tajante
entre los contendientes. Por otra parte, los errores de la llamada
izquierda pueden ser más perniciosos puesto que ahogan las
reivindicaciones realmente alternativas. Y la equidistancia que
tendríamos que evitar es la que pueda darse entre la verdad y la
falsedad, la justicia y la injusticia, la mentira y la sinceridad, o la
inteligencia y la necedad.
Las votaciones, lo he sugerido, se han
convertido en ritos que perpetúan el poder, dan un cheque en blanco, no
favorecen la participación en la vida común y, al final, hacen que siga
la noria dando vueltas sin que nada realmente cambie. Pero de ahí no se
sigue que me puedan quitar mi derecho a votar. Viene esto a cuento por
las detenciones que se han dado en Euskadi y los esfuerzos estatales
para prohibir que una parte del pueblo vasco acuda a las urnas. A los
primeros se dice que se les ha metido en la cárcel porque, según unas
supuestas pruebas, obedecerían a Batasuna y, desde ahí, a ETA. Todo
está traído por los pelos. Las sospechas respecto a la falta de
independencia de la justicia son tan monumentales que se truecan en
argumentos. Es lo que cualquiera diría en voz baja aunque sostenga lo
contrario en voz alta. No quieren, en suma, que un determinado grupo de
personas se presente a las elecciones y se arbitran las medidas más
disparatadas para imponer la voluntad del Estado. Bonito ejemplo de
democracia. Lo más dramático es que lo que uno oye o lee sobre el tema
se reduce a contarnos las diferencias entre la vía penal y la
contencioso-administrativa, los desvelos de Garzón o los de Pumpido, la
aplicación de la Ley de Partidos y unas cuantas monsergas más. Raro es
que se entre en las entrañas del asunto. Al final aparece la fuerza de
Humpty-Dumpty: el que puede, puede. Y hace lo que le parece oportuno
con las palabras y con las leyes. Curiosamente en estos casos los que
suelen acusar a los que ellos llaman equidistantes hacen alardes de una
equidistancia deplorable: llamándose demócratas, miran para otro lado
cuando la radicalidad democrática exige protestar contra todo lo que la
pisotee. Pero la noria sigue dando vueltas, las tribus sacan partido de
los partidos y tan contentos. No veo utilidad alguna al voto. Pero que
no me lo quiten ni a mí ni a nadie. Lo guardo o lo regalo. Es cosa mía.
Y de unos cuantos más.
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